El profesor Milicua, in memoriam

La mañana del pasado martes 21 de mayo falleció en Barcelona el profesor José Milicua Illarramendi  con noventa y dos años recién cumplidos uno de los más finos historiadores del arte de la España moderna. Nace en Oñate (Guipúzcoa) y se adentra en el mundo del arte y los objetos a través de su padre, Florencio, anticuario reconocido. Combina el amor al arte por la pasión por el atletismo y como bien recordaba Javier Portus su calidad de atleta era definida “como la zancada más elegante de Vizcaya”. Pasa en 1944 con la familia a Barcelona y estructura su mirada en la universidad donde se forma en historia con Jaume Vicens Vives. Viaja a Italia en 1952 para ver la gran muestra en Milán de Caravaggio y allí, por azar, conoce al gran crítico Roberto Longhi del que devendrá su único discípulo español. Aquel encuentro fue esencial en la carrera del joven Milicua porqué a través de Longhi se dedicó toda su vida a comprender el mundo que condensan los cuadros y explicarlo a través de equivalencias verbales de transcendencia poética inusuales en la historiografía artística española del momento. Dedicó sus esfuerzos a Ribera, el pintor español que mejor atrapa lo italiano. Acompañó a Longhi en el que fue su último viaje a España en 1954, año en el que ve la luz su erudita guía Palencia Monumental. Publicó a mediados de los cincuenta en revistas especializadas como Archivo Español de Arte y Goya en España y Paragone en Italia. Escribe sobre los grandes maestros españoles, Zurbarán, Paret y  Goya especialmente, pero también los italianos como Cavallino. Es de referencia su hermoso artículo Observatorio de ángeles.

José Milicua ha difundido sus conocimientos especialmente a través de la docencia y del comisariado de exposiciones. Catedratico de Historia del Arte, ha sido profesor de Historia del Arte en la Universidad Central y en la Autónoma (1968-1970), director y catedrático de la Escola de Belles Arts de Sant Jordi (1975-1977) y catedrático emérito de la Universitat Pompeu Fabra (1992-1999). Y entre sus muestras destaca la dedicada a El Greco y la reivindicación del modernismo catalán (1997) Caravaggio y la pintura realista europea (2005), ambas para el Museu d’Art de Catalunya.

Desde 1993 es miembro del patronato del Museo del Prado y dedica su esfuerzo a asesorar al primer museo español. Entre sus grandes aportaciones sobresale el descubrimiento del san Jerónimo leyendo de George La Tour y la adquisición de La resurrección de Lázaro, en venta pública, obras maestras para la pinacoteca.

Las visitas a su piso de la Ronda san Pedro quedaran grabadas en la memoria de generaciones de estudiosos. Un pasillo, de mosaico hidráulico y paredes decoradas con dibujos, conducen a una saloncito donde los libros son los protagonistas: llenan paredes, suelos y butacas como si el resto de los cuadros y muebles estuvieran a expensas de su reinado. Allí nos recibe el profesor Milicua con su carismática y seductora personalidad. En tiempos huérfanos de referentes allí aprendimos más a mirar un cuadro que en todos loa años de carrera universitaria porqué comprendimos a través de su conocimiento y singular vitalidad que el arte y la vida son una misma cosa.

 

Glosar la figura del profesor Milicua en un momento como este no es una tarea fácil: es imposible concentrar en cinco minutos cuarenta años de amistad. De niño la muerte es un insecto que vemos muy a lo lejos pero a medida que nos hacemos mayores es un obstáculo que en días como hoy que no nos deja ver la luz del sol. El azar hizo que conociese la triste noticia estando en el museo del Prado delante de un pequeño óleo, los Desposorios de la Virgen, de Pier Francesco Mazzucchelli, il Morazzone que Milicua había donado y que le hubiese hecho mucha ilusión verlo expuesto. En los últimos veinte años de su vida, Milicua se dedicó casi exclusivamente a la máxima pinacoteca nacional no sólo en su calidad de patrón de la que se sentía muy orgulloso sino como asesor y descubridor de obras maestras, especialmente de La Tour y Ribera joven.

Conocí a José Milicua de niño a través de la amistad que trabó con mi abuelo y mi padre a quienes conoció a través del suyo, don Florencio, anticuario de prestigio. Con los ojos del niño me fascinaba su figura imponente y admiraba lo que decía con su característica manera de hablar pausada y en un tono bajo, inusual entre nosotros, saboreando las palabras siempre bien puestas. Más tarde cuando comencé a estudiar historia del arte a finales de los ochenta en Barcelona enseguida me di cuenta que la presencia de José Milicua era un faro en medio de la niebla. Recuerdo su seminario Como mirar un cuadro, al cual tuve la suerte de asistir en la facultad de Bellas Artes de sant Jordi, donde aprendí que un cuadro es un mundo en condensación. El profesor nos dio la llave para entrar en ese mundo. La personalidad y la vitalidad de Milicua te seducían desde el primer momento y te acercaban al arte estimulando la curiosidad. Sin perder nunca la precisión del científico o del filologo de la pintura que era, Milicua miraba los cuadros de manera lúdica como nadie los ha mirado en nuestro país, disfrutando de la pintura como algo orgánico y cercano, con los ojos de un pintor, siempre comprometido con el hombre  y el mensaje que hay detrás de cada imagen. Me enseñó a descifrarlos y pulió con esmero pero severidad mis escritos siempre recordando el valor del labor limae de Horacio.

Milicua, como pocos, representa los últimos latigazos de la cultura del coneisseur que habla o escribe mientras mira. Una cultura lejana en Italia que viene de Vasari y llega hasta Roberto Longhi al que conoció por azar en Milán en 1951 visitando la muestra de Caravaggio y del que devino el único discípulo español. Para él, como para su maestro, el único dato objetivo está en la obra de arte de la cual salen todas las demás interpretaciones. Más allá de su enorme calidad como docente o como escritor de un lenguaje metaforico de raíz longhiana,- nos ha dejado pocas paginas pero muy buenas- los que tuvimos el gusto de tratarlo de cerca recordaremos siempre sus charlas en privado donde desplegaba un mundo extraordinariamente poetico que iba de lo concreto a lo abstracto, de la precisión en la descripción de los fragmentos del arte al relato de las ideas buscando filiaciones entre los artistas y su tiempo y en relación siempre con el nuestro del que también lo sabía todo. Le interesaba tanto el último hallazgo de Caravaggio como la pintura más conceptual de un contemporáneo suyo. Para él el arte es arte, más allá del espacio y del tiempo. Milicua es el único historiador del arte que he conocido que podía hablar con el mismo rigor y entusiasmo tanto de las uñas negras en los santos de Ribera como de las calidades de escalador del último maillot amarillo del Tour de Francia.

Milicua, un hombre y un nombre por encima de las individualidades de su tiempo que nos deja un legado imborrable: el recuerdo de su magisterio singular y  sabio y las claves para entender el arte como una metafora de la propia vida.

 

Artur Ramon Navarro