Cinco siglos de pintura veneciana

Me gusta leer mientras viajo para intelectualizar la mirada. Mirar y después leer, siempre en este orden como sugería Tom Wolfe en La palabra pintada. Hace unos meses recorrí Venecia en busca de la pintura. Redescubrí la poesía de Giovanni Bellini, la fuerza de Carpaccio, la grandeza de Tiziano, la magia de Giorgione y el movimiento de Tintoretto. Comprendí la acrobacia escenográfica de Tiepolo y la sutileza de los vedutistas, Canaletto más descriptivo, Guardi más narrativo.  Cuando llegaba al hotel confrontaba lo que habían visto mis ojos con las palabras que escribió Roberto Longhi en Viatico per cinque secoli di pittura veneziana (aún no traducido entre nosotros), ensayo que redactó un lejano dopoguerra después de visitar una muestra de pintura veneciana in situ. Coincidí más o menos con su veredicto, su amor por Bellini, su preferencia por Tiziano o el Veronés y su poca querencia por Tintoretto pero no estuve de acuerdo en su animadversión por la pintura del XVIII, especialmente el desdén con el que trata a Tiepolo o Piazetta y en cambio su atracción por Pietro Longhi (quizás pensó que era un ancestro) o Rosalba Carriera, gran pastelista pero pintora a años luz de ambos artistas.

Más allá de estas disquisiciones de historiador del arte, un viaje es siempre un descubrimiento. Y llegué enfermo de pintura como si las aguas verdes de la laguna se hubiesen convertido en óleo puro. Desde que descubrí a Cima da Conegliano no he dejado de pensar en él. Su aparición fue cíclica. Lo vi por primera vez en la Accademia, el gran retablo de la Virgen sentada en su trono bajo una lluvia de cabezas de ángeles y a ambos lados, simétricamente dispuestos, los santos como lacayos. Pensé que era de Bellini. Después lo reencontré en Santa Maria del Orto y casi miré más su maravilloso San Juan Bautista que los dos Tintorettos.
Me fijé en el árbol más bello jamás pintado cuyo tronco y hojas se recortaban sobre el cielo mientras respiraba el aire de un tiempo detenido, tan feliz. Y ya cuando nos íbamos, por azar, encontré una tabla extraordinaria en una iglesia intrascendente. Puse un euro en la caja metálica junto al altar para que se hiciese la luz y como salido de un mundo antiguo aparecieron los santos junto a la Virgen y se quedó su nombre clavado en la cima de mi memoria.