Yo que sé

LA VANGUARDIA , Cultura|s

Sabado, 22 septiembre 2018

En los años sesenta, el publicista y fotógrafo Leopoldo Pomés compró un cuadro de Modest Urgell y lo colgó en la pared. Le fascinaba su luz. Después descubriría por casualidad que el artista lo había pintado en la misma casa en la que sigue expuesto. Recuerdo esta historia en la +Bernat, hasta los topes de gente, durante la presentación de Les obres mestres de l’art català, del galerista y anticuario Artur Ramon. Publicado por La Rosa dels Vents, el libro recorre un museo imaginario en el que las Constelaciones de Miró dialogan con el románico, y Miquel Barceló (el único artista vivo del volumen, y que sólo reconoce Mallorca bajo el agua) lo hace con Joaquim Mir, a quien fascinaron Sa Calobra y es Torrent de Pareis, mucho antes de la llegada del Homo turísticus.

Ramon reivindica a los Urgell porque están muy devaluados. Padre e hijo fueron muy importantes, algo nada habitual. “Es como si el hijo de Messi jugara tan bien como él”, dice. Si los paisajes de Modest son pura melancolía (y él se vendía fatal, porque decía pintar siempre lo mismo), el hijo, Ricard, destacó en la descripción de cabarets. Otro Ricard, en este caso Ustrell, le pregunta al autor por qué incluyó a su tiradora de cartas en el libro. Fue uno de los primeros cuadros que él adquirió, contesta. Y una anécdota: Salvador Dalí compró un cuadro de Modest Urgell al abuelo Artur Ramon; este le prestó su estilográfica Parker para firmar la venta, y el pintor se la llevó. Días después, el galerista fue al médico y el doctor le dijo: “Mira qué regalo me hizo Dalí”.
Era la estilográfica.

Escuchar a Ramon es aprender sin darte cuenta. Y mientras lo dirigía, Ustrell lo incorporó al Suplement de Catalunya Ràdio, después de que él le explicara por qué el Pantocrátor de Taüll no es un Pantocrátor. Entre el público están las entonces compañeras de programa Gemma Tarragó y Mercè Folch, el promotor cultural Àlex Susanna y el catedrático de estética Rafel Argullol, que el día anterior estuvo en la terraza de La Central, donde el rector de la UPF, Jaume Casals, presentaba ¿Qué se yo? La filosofía de Michel de Montaigne. Lo acompañaba el editor de Arpa, Joaquim Palau. Llenazo absoluto. Faltaron sillas, pero no la catedrática de Literatura Francesa Montserrat Cots, ni la catedrática de Filología Románica Victòria Cirlot, ni el catedrático de Economía Oriol Amat o el catedrático de Literatura Javier Aparicio. El crítico Jordi Llovet acudió con su perra Fidel. También estaba el filósofo Pere Lluís Font, que fue profesor del autor.

Creador de los ensayos que dieron nombre a un género, Montaigne era un lector que se puso a escribir un libro infinito, según Casals. Y la intención de este volumen era atraparlo, a él, que no se atrapaba a sí mismo. ¿Cómo? De la única manera que podía hacerlo: desde la distancia, observando el texto de lejos. De algún modo, es lo que Laura Freixas hace consigo misma cuando va a terapia, porque en la escritura, sobre todo si es autobiográfica, nos falta la mirada del otro. Se lo cuenta a Najat el Hachmi en la Casa Usher, durante la presentación de Todos llevan máscara. Diario 1995-1996 (Errata Naturae). “Un libro muy honesto, muy sincero”, apunta El Hachmi, y lleno de nombres propios. Entre los cuales, el de Lluís MariaTodó, que está en el público, donde también veo a Gemma Lienas y Jordi Oliveras.

“Primero te crees la máscara que llevan los demás, luego ves que es una máscara, después te da rabia que se oculten tras ella, finalmente entiendes que todos llevamos una”, dice la autora. Una de las cosas que llama la atención a quienes leen el libro es que se nota que en aquellos años había dinero y aún podías aspirar a ganarte la vida con la literatura. Freixas trabajaba mucho, en casa. Buscaba un editor para su novela, tuvo un bebé. Ser madre la expulsa de la cultura porque las publicaciones que hasta entonces sentía que la incluían – Revista de Occidente, por ejemplo –no contemplan la maternidad. La maternidad era un paraíso emocional y no le dejaba ver que la condenaba a la dependencia económica de un señor del que acabaría separándose. Hizo la antología Madres e hijas, que publicaría Anagrama. Sufre cuando no tiene tiempo para escribir, pero también cuando tiene todo el tiempo para hacerlo. En un momento sin horarios y sin una identidad clara, llevar un diario es la prueba de que sigue siendo la misma persona.

Ahora imaginemos que, con trece años, la familia que nos adoptó nos devolviera a la biológica, en la que hay niños por todas partes y poca comida. Es lo que le pasa a la protagonista de La retornada, de Donatella Di Pietrantonio, autora que charló con libreros y periodistas en Xanc i Meli, durante el tradicional vermut que Duomo hace por estas fechas, y en el que estuvo su gerente, Gianluca Mazzitelli. Nelly Gonçalves, de la Santos Ochoa, remarcaba que en la novela hay mucho dolor, porque es horrible que te abandonen dos veces, las dos madres. Fe Fernández, de L’Espolsada de Vic, la consideraba muy italiana, muy áspera. “Muy de tu estilo”, le comentaba Maria Carme Ferrer, de la Llibreria Empúries, que llegó de Girona con Jordi Gispert, de la 22. Y por más vueltas que le doy, no sé cómo titular esta crónica, repleta de gente sabia.!

 

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