Ojos que no miran

Cultura|s

La Vanguardia

Sábado,11 noviembre 2017

 

Una de mis aficiones preferidas es mirar a la gente como mira. Voy a un museo o visito un monumento y cuando ya lo he visto me siento y observo.Se suele repetir la misma escena: entre la obra y el ojo del visitante se interpone un artefacto tecnológico con una pantalla que mide 143,59 x 70,94 x 7,57 cm. Todo el mundo metido en este rectángulo pequeño, liso y brillante. La ficción visual ha substituido a la realidad y la panorámica en granangular del ojo humano ha quedado minimizada en una lente zoom, reducida a lo micro.

Estaba yo visitando el maravilloso Belén napolitano del Palacio de Villena de Valladolid, un enjambre de doscientas figuras del siglo XVIII ricamente vestidas desplegadas en una pecera con luz tenebrosa cuando irrumpieron unos individuos armados con sus cámaras que se entretuvieron en filmar en un sola toma todo aquello. Eran cuatro parejas maduras,ellos grababan con pulso firme en plano continuo al o Martin Scorsese mientras ellas se dedicaban a supervisar la grabación, pero nadie miraba el mundo cristalizado que allí se representaba, nadie buscaba una visión amplia que permitiese conocer aquella maravillosa escenificación del Nápoles del rococó, no se fijaban en los detalles de la talla, la lujosa ornamentación de los vestidos, el realismo de las frutas o los animales. Ojos que no miran, desperdiciados, concentrados en la nada. Me pregunté para qué grababan. ¿Lo verían después en el ordenador de casa y lo enseñarían a sus amigos? Me temo que no. Apostaría que esa grabación estéril quedaría registrada en la memoria del móvil para la eternidad. Algo similar pasa en el Louvre cada día. Miles de visitantes se ponen de espaldas a la Gioconda y se hacen una selfie para enviarla rápidamente por tierra, mar y aire y así explicar que ellos están en París y quien lo recibe no.Ostentación visual, globalización, pornografía del ego.

Jordi Baron, mi amigo fotógrafo, se ha pasado horas captando a estos turistas globales que van a hacerse autorretratos ante la Gioconda y me enseña sus fotos. Es un reportaje antropológico de primera categoría, una apología de la vanidad que ilustra lo que pasa hoy en los museos que han devenido parques temáticos en la aldea global. Ha pasado casi un cuarto de siglo desde que el móvil irrumpió en nuestras vidas y es evidente que nuestra mirada se ha visto claramente modificada. De la misma manera que la forma que tenemos de comunicarnos es bien distinta de la que teníamos hace veinticincoaños, nuestros ojos están hoy acostumbrados a miradas pequeñas y ya no estiramos la vista como antes. La profesora RosaVives hace poco me comentaba que pocos críticos cuando tratan de pintura actualmente hablan de colores y aludía a la distorsión que produce lo audiovisual ante la realidad de la pintura: como normalmente juzgan por imágenes y no ante la obra, no pueden hablar de algo que no ven. Sigo mirando cómo mirano, mejor, cómo no miran pendientes de mó­viles y audio guías, leyendo cartelas, distraídos, enfin, y sin observar con curiosidad y atención la obra de arte, que es el único documento al que hay que prestar atención. Quizás aquí está la raíz delproblema. Como ya no tenemos herramientas para leer las obras, como hemos renunciado al esfuerzo que su conocimiento implica, es mejor distraerse con los juguetes del contexto y así disimulamos mejor nuestra pura y simple estulticia visual.

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