Un cuento de Navidad

miradorarts.com/ca | por Artur Ramon

No hay nada como la rutina. Cada día ceno en la cocina a la misma hora.

Me gusta mirar el edificio de enfrente, un bloque anodino de pisos de lujo de Nuñez y Navarro, que se alquilan a precio de oro, con piscina en la azotea y todo. Cuando vinimos a vivir hace unos diez años, desde aquí veíamos en la primavera cómo caía el día en la sierra de Collserola, cerros como salidos de un paisaje de Bellini.

Ahora he pasado de la poética de la pintura antigua veneciana a la realidad del ladrillo posmoderno. El piso que da enfrente de la ventana de mi cocina hace años que está vacío: paredes de un blanco roto tirando a gris, parqué dorado, luz naranja. Desde casa veo una esquina de lo que debe de ser el comedor; es de vidrio como la proa de un barco. No lo han podido alquilar (me dicen que la promotora no los quiere vender). Sobre las diez de la noche, mientras voy apurando un yogur Danone azucarado, aparece un hombre de unos cuarenta años, de piel blanca, complexión robusta y traje con bata azul de portero, que de un solo golpe corre las cortinas. Antes, sin embargo, me mira con un ojos tristes que ya no brillan sobre un bozal blanco como el pico de un pájaro exótico: parece que en cualquier momento abrirá la ventana y se pondrá a volar.

Cuando llega la noche el tiempo no se condensa en el reloj sino en la ventana de enfrente. Empiezo a cenar viendo el espacio vacío, sin libros, ni cuadros, sin vida, como la mayoría de casas actuales donde parece que hayan entrado a robar, y a las diez en punto llega el hombre-pájaro, diligente como pocos, y de un solo gesto lo deja todo oscuro. Y así han pasado los dos meses de confinamiento y los nueve que llevamos dentro del túnel sin luz, y él nunca ha fallado, ni un solo día, ni se ha retrasado un solo minuto, debe de haber un alemán detrás de esta máscara que me mira pero no me saluda. De día me he acercado a la portería, por si lo reconocía, pero el que hay por la mañana es otro, más gordo y de piel morena, que acaricia las calles con la escoba como un oso, perezoso como es. En resumen, mi maestro de ceremonias hace el turno por la noche como si fuera el telonero de una obra del absurdo.

Este año en casa no hemos celebrado la Noche de Navidad como es debido o como lo habíamos hecho siempre, toda la familia junta, siguiendo el faro del Procicat. Hemos cenado los cinco una comida frugal pero sabrosa, que ha ido transitando entre la nostalgia por los ausentes y la esperanza de un próximo año que no puede ser peor que este. De hecho, sí que puede serlo –todo lo que va mal es susceptible de ir a peor–, pero nos engañamos y nos agarramos al futuro como un náufrago a un flotador, o como la manada a la vacuna. Como cenábamos en el comedor no he seguido el ritual del piso de enfrente, pero cuando ya recogíamos los platos me he dado cuenta que eran las once y media y que hoy no habían cerrado las cortinas. He pensado que, siendo la Noche de Navidad, mi amigo tendría fiesta y estaría celebrándolo en su casa siguiendo escrupulosamente, prusiano como es, todo el protocolo de seguridad que nuestros gobernantes eficazmente y sin titubeos han establecido, mientras el piso quedaría, sin la cortina, expuesto a las miradas curiosas de la noche.

De repente, como conducida por un mecanismo automático la cortina se ha corrido. Me he fijado bien y nadie la había cerrado. Al cabo de unos minutos, se ha vuelto a abrir mecánicamente y he visto una mesa bien puesta con unas personas arregladas para la ocasión, cenando. He intuido que tomaban unos galets de aquellos gordos nadando en un caldo denso. La luz había cambiado y ya no caía a chorro, sino dramáticamente con clara intención escenográfica. Del techo colgaba una lámpara de La Granja y en la pared del fondo había un Paisaje con un cementerio perfectamente atribuible a Modest Urgell. No había niños. Todos eran adultos. Nadie llevaba la mascarilla puesta, ni guardaban la sagrada distancia de seguridad, parecían felices como si habitaran el mundo de ayer. Me ha parecido ver a Juan Luna, conservador del Museo del Prado, que reía junto a Maradona –lo he reconocido por su ademán petrificado de buda ausente. Cerca estaba el ex defensa del Madrid Goyo Benito y el expresidente Lorenzo Sanz que brindaban, satisfechos, con champán francés. Delante suyo estaba Joaquín, el camarero de Casa Alfonso que le comentaba algo a la madre de un amigo mío. Y otras personas que no he reconocido hasta formar un grupo de más de diez, serían unos doce, calculo. Sus rostros transmitían la paz serena de una vida nueva, posiblemente eterna. A un lado, presidía la mesa el expresidente francés Valéry Giscard d’Estaing con su ademán estirado de cadáver distinguido, que gesticulaba un discurso que nadie escuchaba. Mientras que, al otro lado de la mesa, era Lucía Bosé quién presidía, con sus cabellos azules y el carisma de diva italiana que no abandonó nunca. Los he saludado desde casa y no me veían o no querían verme, estaban dentro de una sola burbuja como salida de Bosco, celebrando la Navidad acá y allá del tiempo…

Cuando me he despertado el patógeno todavía estaba allí.

He ido directamente a la ventana de la cocina, y la última imagen de la noche ya se había desvanecido, como la peor pesadilla de nuestra vida.

En la imagen: “El piso que da enfrente de la ventana de mi cocina hace años que está vacío”.