Una capital sin museo

 

Como en medio mundo aquí los palos de selfie son el producto estrella de los vendedores ambulantes. También muchos fulares y a la altura de las fuentes de Carles Buïgas incluso trenecitos de madera, donde cada vagón es una letra que permite escribir un nombre. Los principales souvenirs locales son los abanicos flamencos. También hay tazas de café estampadas con toros y bailaoras. Dragones del Park Güell multicolores. Imanes para decorar la nevera que reproducen la fachada de la Sagrada Família. Los manteros despliegan su mercancía con total impunidad para ofrecerla a la gente del Museu Nacional d’Art de Catalunya. Mañana luminosa de este noviembre seco. Ni rastro de camisetas con el Pantocrátor de Taüll, pero sí del Barça, el Madrid o el PSG. No hay un Miró convertido en gadget. Ni un Dalí. Es la prueba del mantero. Y no engaña. Hay más turistas en la terraza, contemplando las vistas con el Tibidabo al fondo, que visitando las exposiciones. El MNAC todavía es un reclamo menor.

Hoy hace una semana este diario empezó una discusión necesaria sobre el estado de la cultura en Barcelona. Adictos como somos a la actualidad cotidiana del proceso soberanista –que ha situado el debate político y la convivencia civil en la agonía permanente (los políticos siguen en la prisión, ojo, debe repetirse)–, nos vamos desconectando de otras problemáticas que condicionarán también nuestro futuro. Por eso vale la pena ampliar la agenda informativa. Como mínimo intentarlo. Y quizás no haya estrategia más fecunda –porque Catalunya está en el mundo, sobre todo, porque existe Barcelona– que diagnosticando asuntos pendientes que debería afrontar nuestra ciudad.

El momento es óptimo porque es crítico. Ahora, con el peligro de la pérdida de prestigio internacional acumulado desde el 92 y la fría sangría de la descapitalización económica, la ciudad tendría que identificar taras y retos para afianzar su posición como una de las capitales europeas del Mediterráneo. Y, en el tema que nos ocupa, más allá de la resonancia magnética de algunos festivales privados – el Sónar, el Primavera Sound – o su antigua centralidad en la vida editorial hispánica – el cambio de sede de Planeta es un punto de inflexión–, entender los porqués de una falta de oferta cultural institucional equiparable al atractivo indiscutible que todavía mantiene la ciudad.

El MNAC es el mejor paradigma. Incluso lo es su recinto, el anacrónico Palau Nacional. Son paradigma por aquello que querríamos que el museo fuera y al mismo tiempo lo es por aquello que, en la práctica, no puede dejar de ser.

Cuando hace pocos años se inauguró el replanteamiento de las salas de arte moderno – liderado por Juan José Lahuerta –, en las páginas del Cultura/s Artur Ramon expresó un deseo esperanzado. “El MNAC es nuestro Louvre, nuestro British, nuestro MET y nosotros tenemos que ser sus mejores preceptores”. Claro que querríamos que jugara en la Champions de los museos del mundo, pero no tiene el fondo ni el presupuesto para poder competir.

Es una paradoja. Porque desde sus orígenes, en tiempos románticos, el MNAC ha tenido una vocación de museo nacional para inscribir el arte catalán en la gran historia de la cultura europea. Pero los museos que cumplen este propósito tienen que estar alimentados por un secular coleccionismo imperial. No es el caso. Ni fue suficiente la tarea ejemplar de sustitución asumida por el mecenas Francesc Cambó. El MNAC, en cambio, despliega como joya el románico fascinante, pero el arte medieval cotiza a la baja entre el interés general. ¿Cómo intervenir?

La propuesta de Lahuerta, avalada por un buen director como Pepe Serra, acertaba replanteando aquella servidumbre fundacional. En el primer piso del museo ahora se puede recorrer una visión que, trascendiendo el marco nacional restrictivo, ofrece una interpretación temática de la modernidad estética que de manera convincente tiene el arte catalán como eje. Pero sin un discurso que lo refuerce –en la tienda no hay un catálogo como Dios manda, las temporales no dialogan con esa visión (vale como excepción Picasso romànic)– ni sin poder colgar obras de primer nivel –no hay una sola pieza de postal de las grandes estrellas de la vanguardia catalana–, el MNAC difícilmente podrá convertirse en la institución cultural medular que, propulsada a través de la inversión pública, potencie el prestigio de la ciudad y enriquezca su atractivo ensombrecido.

Porque la inversión, naturalmente, sigue drenando la posibilidad de profundizar en un modelo que querría ser más atractivo. Lo sabe antes que nadie, y se queja, el director Serra (y lo denunció, aquí y con rotundidad, Ignacio Orovio). Nada ha cambiado demasiado. El presupuesto actual garantiza el mantenimiento de la estructura, pero poca cosa más. Una mínima política de adquisiciones sigue bloqueada y no es realista plantear programas atrevidos. El museo sigue malherido por los recortes salvajes. Conclusión: Barcelona es una capital sin un gran museo porque la cultura no es una prioridad cierta para quienes gobiernan el país. Professor Subirats – nuevo comisionado de Cultura, ¡ánimos!

 

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