Santa Catalina vista y recreada por Caravaggio

Expansión, Sábado 18 de Mayo

Rafael Mateu de Ros. Madrid

THYSSEN-BORNEMISZA. La mirada naturalista del artista italiano.

Las salas 11 y 12, tercera planta, del Museo Nacional Thyssen-Bornemisza de Madrid atesoran, para mí, lo mejor de tan imponente institución. La reciente restauración del que es, quizás, el cuadro más importante del Museo, la Santa Catalina (1598) de Caravaggio, nos recuerda el interés de las colecciones permanentes de los grandes museos a las que el visitante, siempre con prisa, debería dar preferencia frente a tantas exposiciones temporales intrascendentes.

El naturalismo de Caravaggio no proviene de escuela ni de academia alguna. Responde a algo muy simple: las figuras están tomadas de modelos de la vida real, no de iconos fijados por artistas anteriores ni de idealizaciones amables como era frecuente en el Renacimiento italiano. El artista, laborioso como pocos a pesar de la intensidad de su vida privada, trabajaba en su obrador, fuera siempre de la luz natural y apenas se le conoce paisaje alguno salvo algunos fondos, aunque en algunas obras de sus primeras etapas abundan bodegones maravillosos.

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Caravaggio: ‘El Tañedor de laúd’ (1595). Hermitage. San Petersburgo

Apenas existen datos sobre el proceso de aprendizaje del pintor y son los referidos a su procedimiento de trabajo, que siguen envueltos en el misterio. No es el claroscuro sino lo oscuro lo que predomina en las obras de Caravaggio, a diferencia de las exageraciones tenebristas de sus seguidores del movimiento caravaggista internacional que –incluido nuestro Ribera– se expandió durante el siglo XVII por toda Europa. En la obra que comentamos, el contraste de luz, color y sombras está matizado por un dibujo extraordinario. Saltamos por un instante al centro de Roma, donde Santa Catalina fue pintada. François Bousquet, rector de la Iglesia de San Luis de los Franceses, nos abre generoso el acceso de seguridad a la Capilla Contarelli que alberga los tres célebres lienzos de Caravaggio sobre San Mateo. Monseñor Bousquet nos introduce en el misterio estético del “instante de la fe” sobre el que ha escrito un bello artículo (Caravaggio et l’instant de la foi, en Christus, nº 253, 2017) y nos transmite una confidencia: el Papa Francisco ha ido en más de una ocasión a rezar en soledad en la capilla.

Sombra y oscuridad

Insistimos. Lo primero que llama la atención en este prodigioso pintor es la atmósfera de sus obras, en las que son más importantes las formas de sombra y de oscuridad compacta que la luz en sí misma, que tendría más bien una función instrumental. Como más tarde en Velázquez, la luz dominante no es otra que la que emana de los cuerpos. No hay luz natural ni velas encendidas, solo se intuye alguna ventana entreabierta. Todo lo demás está siempre en sombra, como ha escrito bellamente Carlos Vidal en Dios y Caravaggio. La negación del claroscuro y el nacimiento de los cuerpos compactos (2016). La impenetrabilidad del negro es, por encima de la fidelidad al naturalismo y de la técnica del claroscuro, el gran invento de Caravaggio, creyente pecador y fiel seguidor –penitente y transgresor– de San Felipe Neri, para cuya Chiesa Nuova pintó la imponente Deposizione, hoy en los Museos Vaticanos. El santo milanés exponía que si la sombra del misterio es el contrapunto de la luz, a la palabra se contrapone el silencio y la meditación. Una espiritualidad introspectiva y reformista como la que también postulaba el monje trapense estadounidese Thomas Keating, recientemente fallecido.

Lo segundo que nos interesa es la actitud de la persona retratada. Como escribió Alfonso E. Pérez Sanchez (Caravaggio y el naturalismo español, 1973) la actitud es más importante que la fidelidad al modelo y eso es, al final, lo que define al naturalismo pictórico. Caravaggio no pinta a una mártir sino a una mujer esplendorosa. El patetismo del artista es terrenal, pertenece a este mundo. Aunque resuelva los temas evangélicos como ningún otro había podido lograr antes de él y como nadie lo haría después, su estilo naturalista disiente del canon de la pintura religiosa de la época. El artista pinta a seres humanos de carne y hueso que habitan en la vida real. Se trata con frecuencia de mujeres de la vida. ¿Se han fijado que Caravaggio casi nunca pintó santos, mártires y nunca abordó temas entonces casi imperativos como la Crucifixión o los apostolados tan demandados por los comitentes de la época?

Los elementos del martirio de Catalina de Alejandría –la espada, la palma y la enorme rueda– parecen simples elementos de atrezzo. Lo que vemos es una mujer –ni virgen ni mártir– que nos mira de frente sin ensoñación ni expresión idealizada alguna. Mira fijamente al pintor, al que conocía muy bien, y nos mira también a los espectadores de cualquier época. Sus ojos nos desafían con el deseo –incluso, diría, con el apetito– del encuentro y del intercambio. Está sola y no necesita compañía. Es una mujer independiente e insumisa, vestida de princesa para la ocasión, que reclama nuestra atención personal. Se trata de un retrato y en el retrato ponen tanto el pintor como el modelo. Como decía Berenson, más que una santa es la modelo favorita del pintor, que ensaya en el taller una postura verosímil. Seguramente está sentada ante un enorme espejo como le gustaba al artista. Es Marta, es Judith, es la mujer que llora en primer plano en La muerte de la Virgen y la que alza sus brazos en el Enterramiento o Deposición de Cristo.

Androginia

Como en el ángel de La Huida a Egipto, el Amor vencedor o el ángel de la primera versión del San Mateo, el pintor italiano explicita un gusto por la androginia y, posiblemente, por la bisexualidad, que trae de cabeza a todos los biógrafos de un personaje que murió joven y apenas ha dejado rastros documentales. El rostro de la santa, los de los ángeles adolescentes o el de El tañedor de laúd tienen una misma ambigüedad sexual. Una provocación que hubo de complacer al comitente del cuadro, el cardenal romano Francesco del Monte, y que nos recuerda la rebeldía y también la ambigüedad de Goya. Apunta bien Artur Ramón (Falsas sirenas son, 2016) cuando dice que la mirada de Fillide –o de quien sea– nos recuerda esa belleza popular de las actrices italianas de los 70 y los 80, como Claudia Cardinale.

Caravaggio: ‘Descanso en la huida a Egipto’ (1597). Galería Doria Pamphili, Roma.

En esta Catalina, tan humana y tan mujer, rompe el artista, como tantas veces, el molde iconográfico de la santa resignada, modesta y melancólica como la de Pacheco o la Yáñez de la Almedina, ambas en el Prado, la segunda tan hermosa que llego a ser considerada de Leonardo. Caravaggio pudo conocer la obra a través de alguna copia o estampa porque la espada, la rueda dentada y los pliegues de la ropa ofrecen gran parecido. Pocos años después, Artemisia Gentileschi pintaria una Santa Catalina (1615), adquirida en 2018 por la National Portrait Gallery de Londres, hermosísima pero poco emotiva y esencialmente narrativa.

Resultado de imagen de F. Yáñez de la Almedina: ‘Santa Catalina’. Museo Nacional del Prado.

F. Yáñez de la Almedina: ‘Santa Catalina’. Museo Nacional del Prado.

Disfrutemos de esta joya del Thyssen y de una restauración que ha eliminado barnices y ha concluido en hallazgos portentosos sobre el proceso de trabajo del maestro. Hay obras de Caravaggio que se han perdido, alguna que ha sido robada no hace muchos años y al menos dos destruidas en los bombardeos aliados de las últimas semanas de la Segunda Guerra Mundial. Aún queda mucho camino para entender a Caravaggio y, con suerte, obras por descubrir. Mejor. Nunca se debe privar de misterio a un artista, sino acrecentarlo.

 

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