Vidas de Manolo

Artur Ramon Art dedica una pequeña gran exposición al gran artista catalán

 

Vuelve a pasar que una galería de arte tome la iniciativa y haga una exposición propia de un gran museo. Y es que Manolo Hugué sigue siendo un autor a reivindicar, uno de esos nombres a los que no se les ha hecho suficiente justicia. Por ejemplo, pese a que algunas de sus obras pueden verse en museos como el Nacional d’Art de Catalunya o en los diversos fondos del Abelló de Mollet del Vallès, a Manolo, el gran Manolo, aún no se le ha hecho la gran retrospectiva que se merece fuera de los tópicos y las muchas leyendas que persiguen su nombre.

En esto ha tenido mucho ver, en lo de las historias –algunas de ellas con tintes picassianos– y el anecdotario picaresco, uno de los mejores libros de la narrativa catalana de todos los tiempos. Me refiero a «Vida de Manolo», de Josep Pla, probablemente el libro que abre la puerta al nuevo periodismo mucho antes de que Capote se dedicará a buscar asesinos de sangre fía por Kansas. Pla , que dio a imprenta su ensayo en 1927, construyó en su trabajo, que conocería no pocas ediciones, el mito de Hugué, el hombre que sobrevivía como si fuera un personaje de la picaresca del Siglo de Oro a base de sablazos, timos y demás trucos con los que poder llegar al final del día.

Pero si nos quedáramos con eso, tal vez no tendríamos la esencia del artista. Porque Pla era un buen observador de la realidad humana, pero no era crítico de arte. Para salir de dudas nada mejor que acercarse hasta la exposición, pequeña, pero deliciosa, que puede verse estos días en Artur Ramon Art. y es que el responsable de esta sala de la barcelonesa calle Bailén hace tiempo que viene trabajando en dar a conocer a Manolo sin filtros. Buena prueba de ello son no solamente las exposiciones que ha comisariado sino alguna publicación, como el imprescindible «Àlbum Manolo Hugué» que firmó con el desaparecido Jaume Vallcorba, así como la edición de la poesía del artista, un trabajo que convendría alguna vez recuperar.

En esta exposición –dedicada a Montserrat Blanch, la autora de la legendaria monografía sobre el artista publicada por Polígrafa– hay no pocas perlas, aquellas joyas que alumbran sobre las obsesiones del maestro Hugué.

Manolo se movió entre la pintura, el dibujo y la escultura con mano maestra. En Artur Ramon Art tenemos, por ejemplo, un soberbio autorretrato del tiempo último del autor. De tonos azulados, con algún eco a su amigo Picasso, nos presenta al autor sin ningún atisbo de ironía. Es un Manolo Hugué que reflexiona, tal vez haciendo recuento de lo que fue su tiempo. Ni siquiera se atreve a mirarnos directamente, a proponernos un diálogo.

Manolo Hugué ha sido uno de los autores más taurinos de su tiempo. Hizo de la tauromaquia una pasión que, además, sabía que podía tener el aplauso de los coleccionistas, especialmente los que pasaban por la galería de su muy paciente marchante Daniel-Henry Kahnweiler. En este sentido, en la muestra tenemos una escultura en la que se modela la coreografía de un torero, el gesto ante el toro, un animal que el espectador debe crear con la vista. Menos majestuoso es un dibujo con la misma temática, pero en el que el capote comparte parte del protagonismo sin tanta elegancia en el movimiento.

Nuestro protagonista fue también un buen retratista. Una pieza digna de museo la tenemos en un busto que tiene como protagonista a Frank Burty Haviland, uno de los compañeros en la aventura cubista que se desarrolló en París y que ganó sobradamente Picasso. En la mejor retratística, Hugué nos presenta al pintor sin ningún tipo de efectismo. Es la simplicidad, lo concreto en la piedra. Eso mismo tenemos también en su delicada aproximación a la infancia, con dos retratos infantiles de bronce y piedra.

Hay que conocer mejor a Manolo Hugué, sus muchas vidas, su abundante producción artística. Por fortuna, exposiciones como esta ayudan mucho a que eso sea posible.

Víctor Fernández

 

larazon.es